Una herencia envenenada

Querida Esther:

Te ruego que no le cuentes a nadie los acontecimientos que voy a relatarte.

Hace unos días acompañé a mi novio hasta el castillo que heredó de su madre.  El edificio se encontraba rodeado por un bosque de viejos abetos. En la entrada de la finca, unos niños pálidos jugaban con muñecos de trapo. Me parecieron extraños, ni siquiera sonreían. Atravesamos una senda lóbrega y subimos una cuesta escabrosa antes de llegar a la puerta. Difuminadas por la niebla se adivinaban torres con almenas y tejados cónicos. Oí graznar a los cuervos y me estremecí.

 En el interior la leña ardía en chimeneas. Un señor que aparentaba muchos años nos enseñó nuestro dormitorio. No puedo explicarte con palabras la belleza de aquella habitación: molduras de pan de oro, mármoles negros, brocados de Varanasi, sábanas de seda… Abrí la ventana para contemplar la luna roja que asomaba entre las cumbres.

Aquella noche soñé con un hombre de melena oscura y alas de murciélago. Advertí que se posaba a los pies de mi cama y empezaba a deslizar sus manos por mi piel.  Sentí un dulce dolor en las entrañas cuando me clavó los colmillos en el pecho.  Después, me sumí en un rumor parecido al de las olas cuando se estrellan en las rocas.

Al despertarme noté un sabor metálico. Mi novio yacía pálido a mi lado. La policía encontró marcas de incisivos bajo su oreja. Aunque nadie lo sospecha, soy una asesina. No intentes ayudarme. Es imposible contener mi sed de sangre. Trataré de esconderme en las montañas

Atentamente,

Brunhilda

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