No le tembló la mano cuando preparó aquel postre. Cada día elaboraba con delicadeza el bizcocho favorito del señor. Mientras sujetaba el cántaro de barro y vertía la leche, pensaba en el día de su llegada. Entonces era una niña que se perdía en el laberinto de pasillos de la casa. Notó el dolor de las rozaduras que le provocaban las costuras. Aquel vestido amarillento y desgastado era lo único que le quedaba. Los pedazos de pan que reposaban en la mesa desprendían el mismo aroma que el trigo que molía su abuela.

Por la ventana se colaba el reflejo blanquecino de la nieve, y ella fue consciente de que no volvería a sentir el frío pegajoso de aquella piel marchita. En aquella inocente cesta de mimbre había guardado las flores venenosas después de secarlas con el humo del crisol. El intenso color azul de su delantal le recordaría para siempre la finura de sus pétalos. Aquel demonio que se había enriquecido con la venta de los quesos no se acercaría a ella nunca más. La masa sazonada con acónito acompañaría al señor a su final.