Esa que fue la niña de las trenzas rubias y las botas rojas es feliz perdiéndose en la habitación desordenada que constituye su memoria. De piel delicada y tan manchada que debió de tener algún antepasado entre los dálmatas, tampoco puede presumir de uñas fuertes ni de melena que no se quiebre en cuanto adquiere cierta longitud. Sus mejillas, rojizas como algunas toronjas, parecen delatar a una borracha que justifica con timidez que ha heredado ese rubor de sus ancestros visigodos. Aplicada y obediente recuerda con nostalgia aquellos días rebeldes de su adolescencia que tanto desconcertaban a su padre. Nunca dirá que no a un buen chocolate, y si la agasajas con pasteles, es probable que te ofrezca amor eterno. Lo celebra todo, te empuja, te convence y siempre encuentra motivos para organizar alguna fiesta. Le encanta aprender y se embelesa escuchando a los que saben. Le gusta la gente pacífica y los buenos modales. A los que cometen injusticias les dedicaría con gusto la mirada de Medusa. Vive con un hombre en el que encontró el humor, y tiene dos hijos que le enseñan cosas nuevas cada día. Llora en la ópera, pero también puede llorar con un anuncio de McDonald’s. Se pierde leyendo y escribiendo, e intenta recuperar el tiempo en ese piano que soñaba de pequeña. Dice encontrar a Dios entre las flores y también entre los gatos y en los bosques.