Era de noche. En la calle, solo el ladrido de un perro animaba la acera. Las ventanas del bar parecían escaparates. Imaginé el murmullo de las conversaciones, ese ronroneo que acaricia los oídos. Bajo las luces de neón Elisa, mi novia, y Robert, el ayudante del sheriff, charlaban en un banco de escay granate. Ella hacía bien su papel. Lucía el collar que le regalé y su peinado era un moño italiano. Acababa de llevarme hasta Robert, y mi deber era terminar con él. Ese tipo metía demasiado las narices en los asuntos de la familia. Cuando el camarero se disponía a servirles unos martinis, abrí la puerta, estiré el brazo y ¡Bang!

La detonación hizo que temblaran las ventanas, y los vasos resbalaron para convertir el suelo en un mar de esquirlas. Los clientes se refugiaban bajo las mesas. Algunos pedían clemencia. ¡Pobres diablos!

Tenía que haber sido un disparo perfecto, pero la bala no atravesó las costillas para alojarse en el corazón de Robert, y ninguna gota roja salpicó el vestido de Elisa. Fue el proyectil que me atravesó el hombro el que me hizo retroceder y soltar mi Colt 45. Sentí frío al ver que Robert ni siquiera había desenfundado. Intenté recuperar mi pistola cuando un nuevo disparo me quemó el muslo izquierdo y me di un buen costalazo. Me sentía como un búfalo herido rodeado de leonas. Desde el suelo comprobé que era Elisa la que me apuntaba con su Walther. Escuché el repiqueteo de sus tacones y temí que me rematara allí mismo.

Antes de abandonar la conciencia vi algunas lágrimas en sus ojos de hielo.

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