Una tarde de verano, los dos hijos gemelos de la gobernadora de la luna visitaron la tierra.  Conocían todos los idiomas y no tuvieron ningún problema para entenderse con los vecinos de Torrejoncillo.

Aparcaron la nave de su madre en la era del pueblo. Aquel pedregal abandonado fue en tiempos el lugar donde se trillaban las mieses entre el alborozo de los niños.

En Torrejoncillo hubo hasta quinientos zapateros, treinta orfebres y numerosos vendedores de paños. En la actualidad, tan solo tres alfareros mantienen los hornos encendidos.

Los dos selenitas, con sus trajes argénteos, caminaban hacia la panadería cuando comprobaron lo difícil que era moverse por aquellas calles tan empinadas.

—Son más fuertes de lo que parece —decía Lut agarrado a una reja.

Su hermano Gor también se sujetaba como podía para no rodar por el pavimento.

Con dificultad llegaron al comercio donde Concepción despachaba unos coquillos. Mientras esperaban para ser atendidos escucharon los pensamientos de la mujer: «Deben de ser los gemelos de la Inés. Igualitos que su padre, sin un pelo en la cabeza. Estudian Diseño. Será por eso por lo que llevan esas pintas».

Un señor, que de nada conocía a los selenitas, se empeñó en invitarlos a probar el vino de su bodega. Bien sabía el hombre que aquellos dos no eran del pueblo. 

—Este morapio es el mejor que hemos probado —dijeron los gemelos a la vez.

Tras ofrecerles su casa para las fiestas de agosto y la Encamisá, el hombre se despidió de ellos.

Ese mismo día, desde distintos lugares de España, se vio una nave espectacular haciendo eses en dirección a la luna.