Las puertas del infierno

Era la noche del treinta y uno de octubre de 1996, cuando César me pidió que lo acompañara a la casa de su novia. Quería llevarle el ejemplar de La Divina Comedia que acabábamos de encontrar en una librería de viejo. Yo, como buen amigo, no me atreví a decirle que no.

En el portal del bloque donde vivía Isabel, noté el aroma a gardenia del perfume que ella utilizaba.

Entramos en el ascensor y pulsé el botón que señalaba la octava planta. César sonreía. Siempre ponía esa cara de idiota cuando quedábamos con ella. De pronto notamos una sacudida. El ascensor se detuvo, sonó un crujido y el suelo de la cabina comenzó a resquebrajarse por un lateral. Sin pensarlo pegamos la espalda al lado contrario. Mi amigo abrazaba el libro con tanta fuerza que apenas podía respirar. Yo también me asfixiaba. Me silbaban los oídos y notaba un golpeteo en las sienes. Los dos palidecimos. Nadie nos rescataría de aquella trampa. Con dificultad llamé a emergencias. Mencionaron que enviarían a los bomberos.

 Tenía el abismo a mis pies y sentí por primera vez la presencia de la muerte. No reconocí mi voz al susurrar:

—Isabel me gusta. Prefiero que no vuelvas a llamarme cuando quedes con ella.

César me miró con desprecio, le ardía la cara. Si no hubiéramos estado en esa situación me habría arreado un puñetazo.

El suelo cedió con brusquedad. No sé cómo conseguí engancharme al cable de acero que me desolló las manos. Grité hasta que me ardieron los pulmones. Mi amigo se fue. Ni siquiera pudimos despedirnos. Cayó por aquel hueco que conducía al averno, acompañado de las páginas de Dante.