Una tormenta de agua palpitaba sobre mi cabeza cuando después de nueve días y nueve noches pude mostrarte a los dioses. Te llamé Artemisa. De niña te deslizabas con elegancia sobre la laguna como un nenúfar,o como la luna llena que tiritaba en la superficie negruzca de aquel pozo de sueños que fue tu infancia.
Quería que disfrutaras del amor y que abandonaras tu baluarte. Portabas unas flechas capaces de atravesarme de dolor. La desesperanza me volvió tan ciega que no pude apreciar que tú eras la semilla de la vida.
Me hubiera gustado que fueras Afrodita, con su densa melena y esa tibieza que aprisiona las almas que la miran. Fui una insensata al soñar que te merecías otra vida. Solo cuando entendí que languidecías entre las piedras fui capaz de vestirme con tus pieles. Entonces comprendí que no podías sobrevivir en un lugar alejado de esa energía que te envuelve cuando estás rodeada de animales, de árboles, de plantas y de vida.