Que todos tenemos que morir es algo que sé desde pequeña. Durante mucho tiempo tuve pesadillas. No quería que me encontraran empalidecida y con el corazón como un carámbano.
Ahora siento vértigo. Estoy enterrada en arena y solo tengo fuera la cabeza. A mi alrededor el desierto, sobre mí el cielo con todas esas galaxias escondidas. Respiro fuego. El viento canta entre las dunas como un ukelele de dos cuerdas. Él se ha ido después de golpearme. Me dejó inconsciente. No puedo moverme.
Lo conocí una noche de San Juan, cuando las hogueras ardían sobre la playa de Levante. Nunca había visto a nadie así. Era una amapola entre el centeno. Olía a limón y sus ojos parecían aguamarinas. Me enfrenté a algunas mujeres que también lo querían. Les gané la partida y cayeron como piezas derrotadas.
Él me hacía reír y lloraba conmigo. Antes de saber que era una quimera, me sentí como el peregrino que encuentra una cabaña en la ventisca.
Conocí su alma fría cuando empezó a decir que tenía dudas, y me expulsaba de su lado con silencios. Le supliqué que no me abandonara, le dije que me quedaría con él, aunque sus amantes ocuparan nuestra cama.
Fui tan idiota… Ahora que lo comprendo ya es muy tarde. Pronto será real mi pesadilla. La Dama negra no deja huellas en la arena. Me encontrarán cuando las mangostas hayan devorado hasta mis ojos.