Todos los atardeceres las tres sobrinas de Abilio se encontraban en la puerta de su tío. Patronio, un gozque escuchimizado con pelo de oveja, ladraba para anunciar la llegada de las niñas. En aquella casa siempre olía a serrín. Abilio tarazaba la madera y construía casitas para que anidaran los pájaros.

Las tres sobrinas solían sentarse en el borde del escaño. Su tío les repartía floretas y perrunillas antes de acomodarse en un tajo de cerezo y empezar con la conseja. No necesitaba leer. Todo estaba bien guardado en su memoria.  

—Tío, cuéntanos otra vez la de La cierva tuerta —pedía la más pequeña.

—Hoy toca la del Lobo con la piel de cordero. Veréis que engañar a los demás no trae nada bueno.

Después de escuchar aquellos cuentos las muchachas volaban como águilas, corrían como ratones y cantaban como las cigarras en verano.

Pasaron los años y Abilio comenzó a leerles en voz alta algunos libros de los muchos que amontonaba en su habitación.

Llegó un invierno en el que al hombre le pesaban los zapatos y le costaba abrocharse las chaquetas. Una noche oyó el andar sigiloso de la parca y los aullidos lastimeros de Patronio. Le temblaron las manos y las letras se movieron como hormigas. Mientras notaba que se iba sumergiendo en un estanque del que no volvería a salir, templó su voz y leyó su última frase:

«Y, con amargo pesar nuestro, el valiente caballero murió con una sonrisa y en silencio».