Después de ducharse, Jonás se tumbó en el sofá.

—Hazme un retrato —dijo mientras se desprendía de la camisa y apoyaba la cabeza en un cojín.

—¿Ahora? —Me acerqué a la ventana. Unas manchas blanquecinas como restos de algodón de azúcar tamizaban la luz de la tarde.

Sin mucho convencimiento, coloqué un caballete frente a Jonás y busqué un carboncillo para bosquejar su rostro. Levanté los ojos y vi que se había quitado los zapatos. A continuación, como si él supiera que algo se había incendiado en mi interior, comenzó a doblar el bajo de sus vaqueros y a frotarse los empeines con las plantas. Traté de buscar su cara, pero aquellos pies no dejaban de mirarme.

 El brezo carbonizado tembló sobre el papel y temí que adivinara mi secreto. Noté la fragancia que desprendía la humedad de sus plantas. Me costó aguantar el peso del carboncillo cuando él apoyó los pies sobre la mesa. Cerré los ojos para imaginarlos tal y como eran: blancos, suaves, delicados, con los dedos inmóviles y largos. Entonces pensé en lamerlos, llenarlos de saliva, acariciarlos. Me hundí en el caballete. Iba a ser muy difícil que terminara aquel retrato. Intenté distraerme posando los ojos en su pelo. La tenue luz azulaba su melena.

 Poco a poco me obligué a dibujar. Casi sin fuerzas dejé que mi mano se desplazara libre por la hoja. Las farolas ya estaban encendidas cuando Jonás se levantó para ver el resultado. Un pie perfecto, con un demonio tatuado en el empeine, aparecía donde yo había dibujado su retrato.