Todos los lunes Ernestina nos reunía para que yo leyera los resultados, mientras mi compañero mostraba en unas diapositivas las aburridas estadísticas de la semana. Tenía que terminar el informe, pero miré el portátil cerrado sobre la mesa y resoplé. Me dediqué a colocar los vinilos viejos que atestaban la estantería, y fregué la pila de platos que ocupaba el fregadero desde hacía dos semanas. Me distraje con el revoloteo de los gorriones sobre los viejos árboles del parque. Un viento malhumorado desparramó por el suelo las pocas hojas que había conseguido imprimir. Cerré la ventana y busqué un pintauñas. Me costó abrir el pequeño bote de cristal para extraer el esmalte reseco. Los pájaros ya se habían dormido cuando terminé de hacerme la manicura.
El lunes entré en la oficina con la sensación de que la tierra se movía bajo mis pies. Ernestina nunca se retrasaba. La vi dirigirse a su despacho con los ojillos entrecerrados. Era un flamenco con las patas secas, alargadas y tan frágiles como dos pipetas de cristal. El jersey acentuaba el excesivo volumen de su torso, como un mullido plumaje del que sobresalía un cuello largo que terminaba en una cabeza pequeña, y una nariz que, a modo de pico, solía meter en todas partes. Cuando comenzó la reunión y vio el tamaño del informe que temblaba en mis manos emitió un graznido que se oyó por toda la ciudad. Yo me justifiqué diciendo que las variables habían evolucionado tan deprisa que, ante un cambio tan brusco, teníamos que aplicar una estrategia diferente. Asintió conforme, aunque en sus diminutos iris verdosos leí que me consideraba un ser inferior, un gusano que podía engullir en un instante.