El documento ya no estaba allí. El hueco indicaba que, a partir de ahora, algún coleccionista disfrutaría del privilegio concedido por Alfonso X a la ciudad de Coria en el año 1261. Luis llevaba toda la tarde atendiendo a los turistas que se interesaban por el Sagrado Mantel, sin percatarse de lo que ocurría en una de las salas más recónditas del Museo de la Catedral. Antes de irse, mientras buscaba las llaves, oyó un ruido y se imaginó que se trataría de algún turista desorientado. Se dispuso a recorrer todas las estancias. Cuando llegó al lugar donde se exhibían los códices, retrocedió con horror al ver que faltaba la mampara de una vitrina, y que un joven yacía muerto en el suelo con los brazos extendidos. Luis recogió el cáliz de plata del s. XVI con el que habían golpeado al muchacho, y lamentó las rozaduras que presentaba el metal. Enseguida se percató también de la desaparición del privilegio. Mientras llamaba a emergencias, intentó averiguar si alguien había visto salir al ladrón. Enseguida comprendió que era inútil. Una niebla densa engullía las calles y ningún vecino sensato querría abandonar su hogar en una noche así.
Todas las circunstancias implicaban a Luis, y enseguida comenzó el interrogatorio.
—Dicen los monaguillos que usted tiene devoción por las antigüedades y que nunca se va a su casa antes de la medianoche —El detective lo miraba como si fuera un tipo peligroso.
—Yo no he matado a nadie. Los que me conocen saben que sería incapaz de hacerle daño a la joya renacentista que utilizó el asesino —respondió convencido de que no existía una coartada mejor.