Ariel atravesó las nubes y aterrizó en la tierra. La nieve le cubrió las alas y sintió tanto frío que pensó en volver. Se enredó en un olivo y se manchó de barro. Cuando consiguió ponerse en pie vio una casa de paredes anchas y rejas oxidadas. A través de una fisura en el portón observó el resplandor de los candiles que ardían en el interior. Un ser de alas pardas que iba descalzo y llevaba puesta una chaqueta vieja abrió la puerta y se encontró con ella. La joven le contó que se había perdido y él se dispuso a ayudarla. Atravesaron juntos la ventisca de camino al cielo. Ariel, ajena al enorme esfuerzo que hacía Lucifer, le explicaba las ventajas de vivir en el edén.
Cuando sobrevolaban una montaña, notaron un estruendo y vieron que la cumbre desprendía una formidable nube de ceniza. Entonces aquel diablo, que había permanecido muy callado, habló por primera vez:
—Lo siento, ángel, no puedo pasar de aquí.
—¿Te dan miedo los volcanes?
—El que me asusta es mi padre, que acaba de levantarse… y tiene mal despertar.