Poco después de anochecer, el viento empezó a acumular nubes de tormenta sobre la bahía. Los relámpagos no tardarían en quebrar el horizonte.  Nos abrazaba la humedad y respirábamos un aire frío. Desde la ventana veíamos crecer las olas. Tú querías irte y yo solo pensaba en retenerte. No me veía capaz de enfrentarme al silencio.

Las fotografías de la pared indicaban que en algún momento fuimos otros.

Busqué tus manos y me vi como una niña torpe. En mi boca la sal se volvía amarga.

 Quise gritar, correr, incendiar aquella casa. Mientras las zarzas apretaban mi garganta, tú mirabas el mar. No sé si sentías miedo. Quizá tus ojos mostraran un atisbo de tristeza.

Me encogí como solía hacer en las noches de mi infancia. Aunque mis huesos protestaron, casi pude notar la tibieza de las sábanas.

No volveríamos a reír ni a mirar juntos las estrellas. Me dolió en la cara tu beso de escarcha. Comenzaba a llover cuando te fuiste. La estancia me devolvió tu voz como un eco maldito.

Pensé en los atardeceres amarillos, y supe que ardería cada vez que me asaltara tu recuerdo.