Dicen que lo que no se nombra no existe y en mi casa nunca hablábamos de mí. Cada domingo soñaba con arrancarme los lazos, hundir en el río mis merceditas de charol y cortarme el pelo, como si fuera libre. Envidiaba a mis hermanos. Yo también quería llevar la cara sucia y darle patadas al balón. Era tan diferente que empecé a diluirme. Cuando cumplí catorce años me avergonzaba de mí. Quise saltar desde la ventana de mi habitación y romperme sobre la acera. Fantaseaba con mi cabeza quebrada como la cáscara de un huevo. Me dolían las miradas de mi padre.

Pronto tuve claro que este mundo no era para mí. Demasiado frágil, poco femenina, difícil de etiquetar. Eva, mi única amiga, se hartó de verme infeliz: «eres un chico», me dijo, admítelo de una vez.

Aquellas palabras abrieron una herida cosida con silencios. Me enfrenté a mis padres, lloré de rabia, no me comprendieron.

Han pasado los años y por primera vez me gusto. He tenido el valor de operarme y todavía estoy dolorido y atontado. Eva me aprieta la mano y me llama por mi nuevo nombre. Me acaricia la barba y me besa. De todas las personas que conozco es la única que tiene alma de ángel.